Cómo vencer el miedo

Una niña llamada Yara preguntó a Jesús:

«Señor, ¿por qué ellos tienen tanto miedo ante el abismo que se observa desde la cima de esta montaña altísima, si ya han recibido muchas señales de que Tú eres el Señor de todos los elementos? Especialmente me asombran Tus propios discípulos. Si Tú no estuvieses aquí, sería otra cosa. Señor, si es tu Voluntad, dime, por favor, cuál es la razón por la cual sucede esto».

El Señor Jesucristo responde lo siguiente:

«Se debe a que todavía no han abandonado el viejo mundo por completo. Si se hubiesen librado totalmente de los temores antiguos, no volverían a tener miedo de nada, pues el Espíritu es tan fuerte que puede dominar la naturaleza entera.

Estamos en la cima de una montaña que nunca ha sido pisada por hombre alguno. Como ves, sus paredes son tan escarpadas que no es posible subirlas ni bajarlas de modo natural; también has visto que después de haber ascendido de manera natural hasta la mitad de la misma, ya no había posibilidad de seguir subiendo porque las paredes eran perpendiculares. El capitán y todos los demás se preguntaban: “¿Qué haremos ahora?”. Sin embargo, Yo subía contigo por ellas y todos los demás nos seguían sin fatigarse. ¿Cómo fue posible?

Y es que el espíritu, despertado por Mí dentro de ellos, los llevó hasta la cumbre. Sin embargo, como sus espíritus no estaban acostumbrados a tal cosa, una vez llegados a la cima, de nuevo sus cuerpos volvieron a cansarse y las almas se llenaron de temor. Pero si sus espíritus hubiesen seguido despiertos en sus corazones, no habrían tenido miedo, porque los mismos espíritus habrían llenado sus almas de absoluta confianza y habrían puesto en sus corazones la entera convicción de que toda la naturaleza debe obedecerles. Pero como esto no es posible de forma duradera a causa del viejo mundo del que todavía queda una parte en sus almas, estas, como has podido comprobar, todavía son afectadas por el miedo mundano.

El alma del hombre que va por el camino incorrecto se entierra y compenetra en la carne de su cuerpo físico; pero el alma que va por el camino correcto se entrega a su espíritu, que siempre es uno con Dios, como la luz solar es una con el Sol. Cuanto más se compenetra el alma con la carne, tanto más toda ella se vuelve una con la carne que está muerta. Esta carne recibe vida de su alma pero sólo por cierto tiempo.

Si el alma continúa integrándose en la carne —de manera que al final acabe siendo carne— entonces se apodera de ella una sensación de destrucción, lo que constituye una característica de la carne; este sentimiento es el miedo que, finalmente, enflaquece e incapacita totalmente al hombre.

Caso distinto es el del hombre cuya alma se ha entregado desde muy joven a su espíritu. Esa alma jamás sentirá una sensación destructiva. Pues sus sentimientos corresponden a la condición de su espíritu, eternamente indestructible. No puede ver ni sentir muerte alguna porque ahora es una con su espíritu eternamente viviente, el cual domina todo el mundo visible natural. Se comprende fácilmente que un hombre que no vive en la carne desconoce el miedo, porque donde no hay muerte tampoco hay miedo.

Este es el motivo por el que los hombres deben ocuparse de las cosas del mundo tan poco como les sea posible. Deben esmerarse en que su alma se vuelva una con su espíritu y no con su carne.

¿Qué provecho obtendrá el hombre si gana todo el mundo y pierde su alma?

Este mundo que vemos ahora alrededor de nosotros, este mundo con sus magnificencias inconstantes, pasará a su debido tiempo como, igualmente, todo este cielo y sus estrellas: pero el espíritu permanecerá eternamente, así como cada una de mis palabras.

Es muy difícil ayudar a las criaturas que están intensamente integradas en las cosas del mundo. Piensan que su vida consiste en las cosas vanas del mundo, viven con un miedo constante y, finalmente, son inaccesibles por la vía espiritual. Acercarnos a ellas por la vía de la materia no les serviría de nada; favoreceríamos por el contrario su juicio y, con él, la muerte del alma».

Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 2, capítulo 132, recibido por Jakob Lorber.